Hay días que marcan un antes y un después en la vida. Para un querido amigo mío, ese día fue un lunes. Un lunes hace pocas semanas que empezó como tantos otros, recogiendo en el hospital su dosis semanal de sueros para enfrentar las interminables diálisis ambulatorias que lo acompañaban desde hacía siete años. Tres sesiones espaciadas en 24 horas, todos los días del año. Una rutina agotadora, sin descanso, pero necesaria para mantenerse con vida mientras esperaba lo único que podía cambiar su destino: un trasplante de riñón.

Ese lunes, a las 7:00 a.m., sonó su celular. Número desconocido. Dudó si contestar, pero lo hizo. Al otro lado de la línea, una doctora. Le habla con la serenidad de quien tiene práctica en dar noticias urgentes, pero con la calidez que sólo se aprende trabajando en contacto directo con la vida y la muerte:

—Tenemos un riñón de un donante fallecido compatible para usted. Debe decidir en este momento si acepta, o lo ofrecemos a otra persona que también espera.

No hubo tiempo para largas deliberaciones. Una breve conversación con su esposa bastó. A las 7:10, devolvió la llamada:

—Sí, doctora. Acepto.

A las 2:00 p.m. estaba siendo ingresado a quirófano en el Hospital Mexico de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS). La operación duró cuatro horas. A las 6:00 p.m., el riñón ya estaba funcionando en su nuevo cuerpo.

Una semana más tarde, volvió a casa. Con cuidados, sí, pero con una vida nueva por delante. Sin diálisis. Sin sueros. Con esperanza.

Lo que hace esta historia aún más extraordinaria es lo que la precede. Porque en paralelo, otro amigo —un tercero, sin relación de sangre— ya se había ofrecido como donante. Lo hizo por pura solidaridad, por empatía, por humanidad. Se sometió durante dos años a estudios de compatibilidad, pruebas médicas y evaluaciones psicológicas. Estaba listo para donar uno de sus riñones sin esperar nada a cambio.

Ambos casos —el donante vivo que voluntariamente se preparó durante años, y el riñón inesperado que llegó un lunes cualquiera— ilustran una verdad profunda: la fuerza más poderosa que existe entre los seres humanos es la solidaridad.

También quiero aprovechar esta historia para reconocer y aplaudir la labor de la Caja Costarricense de Seguro Social. Nuestra querida CCSS no solo salva vidas todos los días; también demuestra una admirable capacidad profesional al realizar con éxito procedimientos altamente complejos como los trasplantes de órganos. Lo que hace unas décadas era impensable en un país pequeño como el nuestro, hoy es una realidad cotidiana gracias al trabajo incansable de miles de profesionales comprometidos con la salud de los costarricenses.

Y finalmente, esta historia nos llama a una acción concreta: ser donantes. Yo lo soy. En mi licencia de conducir aparece la leyenda DONANTE, porque desde hace años tomé esa decisión. Ojalá cada uno de nosotros hiciera lo mismo. Es un acto de generosidad silenciosa, que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte para alguien más.

Es más, pienso que debemos adoptar en Costa Rica legislación similar a la de varios países como Singapur o Colombia, donde toda persona es donante, a menos de que expresamente haya manifestado lo contrario. En el caso de los menores de edad, son los padres o guardianes los que toman la decisión. Lejos de ser una imposición, es una forma de afirmar lo mejor de nosotros: la solidaridad, la compasión y el compromiso con la vida de otros.

Hoy, mi amigo sonríe. Se está acostumbrando a una vida nueva. Y aunque el camino no fue fácil, sabe que nunca estuvo solo. Porque el apoyo de su familia, el profesionalismo de nuestra CCCSS, y la generosidad de un donante fallecido se unieron para darle una segunda oportunidad.

Y eso, en el fondo, es lo que nos hace mejores seres humanos.


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